Sin pensarlo demasiado, levanto discreto la vista y observo. Se desvaneció la luz fuera del vagón, se deshizo la última estación debido a la velocidad. Sólo quedamos ella y yo sentados uno frente al otro evitando coincidir nuestras miradas. Nada más, el resto del vagón ajeno a nuestra batalla personal por ignorar lo inevitable.
Detengo mi escritura, paciente espero el coincidir de su inquieto no mirar, y, al pestañear, consiento que sus pupilas se humedezcan bajo los mismos párpados que las mías. Durante décimas de un segundo, lo compartimos todo. Justo antes de su descender en la siguiente estación, pinta en carmín complaciente, una ligera sonrisa de complicidad desvaneciendose en el gentío acelerado.
Sin pensarlo demasiado, he retomado la escritura perdida de meses sobre dos ruedas.
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