jueves, 13 de octubre de 2011

RESPIRO

Vivo en Madrid. Bueno, en Madrid no. En cualquier caso sí sé lo que es ir hasta la capital y recorrer de punta a punta sus entrañas. Sé lo que es el metro en hora punta. Lo que es no pasar frío en pleno invierno (cuando hay invierno y hay frio, no ésto). Percibo la temperatura irradiada por el resto a mi alrededor, concibo la angustia ajena mal camuflada, lo veo, miro, lo observo y sonrío. Sí, sonreir en dicho inhóspito paraje me recuerda mediante el vaivén suave del vagón lo que es agobio, lo que cruzar los límites humanos de la resitencia e instinto de supervivencia.

Una vez, no hace mucho, bucee a pulmón lo suficiente como para perder desde la superficie cristalina del mar sosegado, su fondo arenoso-¿a que no llegas al fondo?- dijo alguien mirando el lejano fondo. No sé siquiera a quién fueron dirigidas dichas palabras, pero como empujado por un resorte cogí aire y me sumergí.

Recuerdo las cinco o seis primeras brazadas de braza submarina: bien trazadas, fuertes y traccionando, sujetando el agua como bloques de cemento dispuestos a mis lados, avanzando cerca de 25 metros (ya que es la cantidad de brazadas q necesito para recorrer esa distancia en horizontal). No lo olvidaré: comienza el agobio, aun lejos el fondo, la presión comenzando a incordiar, mis pulmones aun contienen todo el aire, y decido soltar el conservado para ayudarme a fondear, me hundo, sigo braceando, una, dos y tres brazadas añadidas al esfuerzo lograron hacerme sentir aquella arena gélida y suave como piel de cadáver.

Mi cabeza tronaba, mis pulmones solicitaban aire, la vista generaba puntos de colores... comprendía la gravedad, mas no pude resistirme a tomar un puñado de aquella arena, un regalo, un tesoro, que demostrara mi logro (si lo lograba...); tomé todo el impulso que me fue posible, deslizando hasta que comenzaba a detenerme, momento en el que mi garganta amagaba tragar agua anhelando captar en mis pulmones el poco oxígeno aprovechable como branquias de pez.

Inicio el desesperado esfuerzo del braceo y pataleo enérgico, agónico, inútil, cuán enfermo terminal apunto de fallecer, apretando en una mano, el húmedo resquicio del fondo, mientras lentamente se escurría, como mi propia vida, entre los dedos.

Ya queda menos, no hay dolor, yo puedo, mismas palabras reiteradas en momentos anteriores de esfuerzo límite... Cegaba el sol mis completas nubladas pupilas cerca del relente que las distorsionaba, cuando comenzó a escurrirse desde mis fosas nasales el salitre, el agua, la muerte, hacia mi interior, me ahogaba, tan cerca, tan arriba, y lo sabía.

Antes de perder el conocimiento, regulgité de alguna manera todo lo que rozaba ya mis alveolos, vomité lo almacenado en mi estómago y oriné de manera incontenida. Logré insuflar porciones de aire a mi ser entre tosido y arcada, al tiempo que sostuve en alto, el puño cerrado.

Todos se acercaron con guasas y bromas sin lograr ocultar preocupación. Muerte, casi te alcanzo este verano, ya sé lo que son eternos instantes de agonía, sentí el frío hielo del infierno sosteniéndome los pies, pero necesita tirar a la cabeza de alguien un pedazo de tierra a cientos de metros de la orilla, hundida y olvidada; le di oportunidad de sonreir a la brisa suave de aquel día...

Ahora entre la gente, angostado, tomo aire inflando mis pulmones, balanceado por la marea de la multitud, al ritmo que se marca igual cada día, entre estación y estación, recordando aquellos súbitos instantes en que rocé la eternidad de no ser.

Respiro, veo, miro, observo con empatía al resto: RESPIRO.


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